jueves, 24 de julio de 2008

Cuento: "Escrito en minúscula"


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Julieta salió de la oficina cargando su viejo bolso azul.
Esta vez, no había guardado en él su ropa de gimnasia, sino el veneno con que intentaba asesinar a Candela.


Tomó el ascensor hasta la planta baja, donde saludó al sereno de turno, tratando de mostrarse igual que cualquier otro jueves.


Julieta había conocido a Rodrigo hacía dos años, cuando estaban haciendo un curso de liderazgo para la empresa en la que trabajaban.
En ese entonces ella tenía 26 años, Rodrigo 29.
Comenzaron a hablar en los breaks y a los dos meses ya estaban viviendo juntos.
De a dos, buscaron un departamento para alquilar, y eligieron los muebles.
También de a dos, se habían ocupado de vaciarlo, una vez disputada la tenencia del televisor y el sommier.

Para ella, él había sido el primer gran amor. Para él, ella había sido una conquista más en su lista, hasta que debió aceptar que no sentía lo mismo por Julieta, que por el resto de las mujeres con las que compartía sólo una noche de sexo en algún hotel de Bs As.
Así había pasado el tiempo entre ambos. Ella luchando contra las fobias de Rodrigo y amasándole ñoquis los domingos, y él, conviviendo con el complejo de inferioridad de ella, y haciéndole masajes después de sus clases de teatro.
Hasta que el día del cumpleaños de Héctor, el contador, ella se indigestó y no puedo ir a la fiesta. Tanto intentó convencer a Rodrigo de que fuera solo, que lo logró. Y así lo vio partir del departamento que compartían en Boedo, vestido con un jean azul y camisa negra.
En ese boliche al que fueron todos, menos ella, tomaron tantos litros de champagne como veneno ella le hubiera hecho beber a la recepcionista nueva de la oficina.
La recepcionista, era Candela. Rubia, alta, de cintura pequeña y esbeltas piernas entre las que esa noche, terminaría durmiendo Rodrigo.
El había vuelto a las diez de la mañana del día siguiente: Ella lo había esperado despierta desde las tres, apoyada en el desayunador, donde derrocharía insultos proporcionales a la cantidad de días de amor que habían vivido juntos.
Ese había sido el adiós.


Julieta no tenía amigas con quien compartir lo que le había pasado.
Su complejo de inferioridad y su falta de autoestima, no le permitían relacionarse con la gente desde un lugar sano, y siempre terminaba sintiéndose tan gorda o tan baja o tan poco interesante frente al resto, que prefería alejarse para sentirse menos mal.
Así que no pudo acudir a nadie, y debió ahogar su angustia y su carencia de afecto, entre sesiones de terapia y tardes de encierro.


La mañana que definió su futuro fue aquella en que leyó la lista de invitados que había confeccionado Candela, para la despedida de Roberto, el jefe de sector.
Allí estaban los nombres de todos, escritos en birome negra.Los supervisores, los vendedores, la gente de despacho, las telefonistas.Casi al finalizar el listado estaba su nombre. Leyó : Julieta Berardi , y notó que era el único nombre escrito en minúscula.
Desde ese momento, sólo quiso matarla.


Se procuró obtener el veneno, y lo metió en su bolso.
Caminó hasta la terminal del subte y viajó sentada leyendo un libro y mascando chicle.
Bajó en Callao y caminó dos cuadras hasta la oficina.
Saludó al sereno, y cuando éste le preguntó si había olvidado algo, ella le respondió que había dejado un trabajo sin terminar.
Subió hasta el quinto piso, y pasó por detrás del mueble de la recepción.
Apoyó su bolso, y luego se quitó el abrigo.
Buscó en la primera puerta de la izquierda, donde sabía que Candela guardaba su taza de café, y encontró la azucarera.
La tomó entre sus manos como quien toma algo de cristal fino, y volcó en ella el veneno.Revolvió para que se mezclara con el azúcar hasta hacerse imperceptible.Le colocó la tapa, y la volvió a dejar exactamente donde la había encontrado.
Hizo tiempo imaginando la cara de Candela tornándose azul, y pidiendo auxilio. Y se sintió feliz.
Se divirtió con la idea de que al día siguiente a alguien más se le ocurriera pedirle a la recepcionista un té o un cortado bien dulce, y rió a carcajadas en la oficina vacía y en penumbras.
Una hora después, salió.


Paró a comer algo cerca de la pensión donde vivía desde su separación con Rodrigo, y recién después pasó a recoger las valijas.
Pagó el mes que adeudaba, y se subió al primer taxi que pasaba por la avenida.
En el camino al aeropuerto, se pintó los labios, encendió un cigarrillo, y miró con placer el pasaje con destino a Perú que sostenía entre sus manos.
Por primera vez en meses, sonrió, al ver que su nombre estaba escrito en mayúsculas.



1 comentario:

*Alfa* dijo...

Blonda, para ser sincera... este cuento no me gusto mucho :( pero lo compensaste con los otros jajaja de todas formas no te desanimes que sigo fiel tus 3 blogs jajaja
BeSoS