domingo, 27 de julio de 2008

Casa Tomada




No le robé el título a Cortazar, sino que se lo pedí prestado porque fue el título que dió mi profesor de taller para que escribiéramos las historia que a continuación publico.


“Casa Tomada”


Todo fue prohibido desde el origen.
Se engendró como algo ilegal y de esa forma perduró hasta el presente.

Rolando estaba casado, y cansado cuando conoció a Rosalía.
Casado, con Mariana, cansado, de la vida.
Hacía doce años que estaban juntos y acostumbrados a padecer la monotonía de a dos, como si fuera una enfermedad crónica de la que se habían contagiado después de contraer matrimonio.
Tenían dos hijos, mellizos, Lautaro y Miranda, que evitaban el derrumbe de la pareja, y que prolongaban la agonía del amor que alguna vez se habían dedicado.
Rolando había llegado al punto de inflexión. Ya no toleraba ni un solo gesto de Mariana, ni una sola palabra, ni su sombra.
Mariana pasaba sus días aferrada a la idea de no dejar que él se fuera, pero no lo hacía por amor, sino para no sentirse abandonada. No le importaba el desamor de su marido, sí la desidia y el desinterés, el sentirse dejada, prescindible.

Una mañana de Mayo, Rolando se ausentó de su casa buscando zambullirse en algún bar atestado de gente que lo apartara al menos un momento de la tediosa rutina a la que estaba acostumbrado.
Allí la vio por primera vez a Rosalía. Su piel era tan blanca que se le transparentaban las venas del cuello y su pelo era tan oscuro como la noche en el campo. Cuando la oyó hablar, su voz sonaba como la de alguien que jamás ha injuriado a otro, como si tuviera la boca inmaculada, virgen.
Ella estaba sentada, envuelta en un abrigo verde, sosteniendo una taza de café caliente. Sobre la mesa había un libro, y unos lentes, pero ella no leía, sino que contemplaba un punto fijo a la distancia.
Rolando se sentó en la mesa contigua, sólo para contemplarla. Era exquisita y bella de la cabeza a los pies.


Rosalía estaba sola.
Hacía dos años había cargado su valija abarrotada de desilusiones hasta la Capital con la esperanza de rehacer su vida.
Había convivido con Darío durante dieciséis meses, en una pequeña casa en Entre Ríos, hasta que agotada de discutir sus diferencias, había tomado el primer micro que pudiera alejarla de la tormenta.
En la ciudad se había dejado seducir por sus calles y el vértigo de la gente, pero por ningún hombre.
Nadie había logrado suprimir el recuerdo de Darío.


Rolando no pudo reprimir el impulso, y comenzó a mirarla, anhelando que sus ojos se cruzaran con los de ella.
Hasta que sucedió y se descubrieron mutuamente.
Dieron paso a un diálogo trivial con la sola intención de estar cerca. El se acomodó a su lado, y ella dejó de beber el café.
Se contemplaron mucho más de lo que hablaron, hasta que cautivados por la emoción de encontrarse, se besaron sin que importara nada mas.
Esa fue la revelación del amor ante ambos. El amor en estado puro, inesperado, inocente y auténtico que los rodeaba con sus tentáculos y que cambiaría sus vidas para siempre.


Rolando hubiera querido dejar todo por ella en ese instante, pero no pudo. Recordó que la última vez que lo había intentado Mariana había amenazado con quitarse la vida de todas las maneras posibles, y sintió miedo.
Rosalía se conformaba con la idea de compartirlo, porque sabía que por más que él siguiera con su mujer, ella era la única a la que él amaba, la que le quitaba el aliento, la que lo completaba.
El decidió alquilar una casa para los dos, donde poder disfrutarse a solas sin estar escondiéndose, donde guardar los regalos que se hacían, donde pensar en el futuro juntos.

Rosalía se instaló en la casa nueva, y día tras día se dedicó a esperarlo, disfrutando de la emoción de verlo llegar cada vez que él podía inventar una mentira para su mujer.
Pasaban horas deleitándose con el cuerpo del otro, respirando amor, y transpirándolo por los poros.
Pasaron semanas, meses, años, y cada vez se hizo más difícil separarse al anochecer.
Rolando se sentía enfermo cuando no estaba con ella, y sufría de manera impensada.
Ansiaban dormir juntos, y amanecer mirándose a los ojos, pero eso estaba vedado para ellos.

Hasta que un día Rolando no se contuvo más.
Se despidió de sus hijos mientras dormían y en penumbras salió de la casa sin decir adiós a Mariana.
Espero la llegada del amanecer sentado en cualquier esquina, imaginando lo que iría a hacer, y sintiendo como se le acomodaba el alma al pensar en Rosalía y en su amor.
Cuando se hizo de día, fue a comprar provisiones como quien se prepara para una posible guerra. Pasó por la maderera y compró listones de la madera más fuerte y clavos y remaches.
Rosalía no pudo contener el asombro al verlo, cargado de bolsas que lo obligaban a mantenerse doblado por el peso y con las maderas sostenidas apenas.
Rolando traspasó el umbral de la puerta, echó llave y la arrojó por la alcantarilla.
Tomó las maderas y cubrió las ventanas. Usó los clavos y los remaches provisto de un martillo y selló todas las aberturas, para que nadie de ahora en adelante, pudiera interrumpir su amor.
Ni siquiera el sol.

1 comentario:

*Alfa* dijo...

Escribiste una hermosa historia...